Hola Caro,

¿Dónde quedan guardadas las cosas que no encontramos?

Hoy mi mamá me preguntó eso. Se acaba de comprar un teléfono nuevo y todavía no lo maneja del todo, hay cosas que ella sabe que están en alguna parte pero no logra localizarlas. Anoté —otra vez ese gran ano que se mete en mis textos— la frase en mi cuaderno porque me quedó resonando en la cabeza, orbitándome como un satélite. ¿Dónde queda lo que no escribimos? Ayer un escritor que admiro dijo que cuando no escribe se vuelve tóxico. Esa idea de que lo que no sacamos nos termina aplastando, nos sofoca, nos enferma. El pozo de agua que rebalsa, el estanque que se pudre. El exceso de inspiración también puede ser perjudicial para la salud. Nutrirse es bueno, pero en algún punto hay que pasar a la acción, dejar salir todo eso que se fue asentando en nosotros sin que nos diéramos cuenta. Una vez un lector me escribió contándome que tenía muchas ganas de escribir pero que no podía y que se sentía como un bombero con la manguera a punto de estallar. Dejando el doble sentido de lado, a veces me siento así también, con muchas ganas de escribir, con una voz que me va narrando la vida en la cabeza, me tira ideas, hace comparaciones muy precisas y bien pensadas, un locutor profesional de AM que no para de transmitir mientras estoy en la calle, en una reunión o en un evento, pero que se apaga de golpe cuando me siento frente a la computadora dispuesta a bajar todo eso al papel.

Últimamente quiero pasar menos tiempo frente a la pantalla, y de a poco lo voy logrando, hago de cuenta que la vida virtual no existe, me dejan de importar los likes, si no veo un mail es como si nunca me hubiese llegado —si un árbol cae en medio de un bosque sin que nadie lo escuche, ¿existe.—, si no me conecto no hay angustia ni estrés por todo lo que debería estar haciendo ni por todo lo que me estoy perdiendo. Llegué a Buenos Aires hace 15 días y siento que estoy acá hace dos meses. Cuando viajo tengo la agenda completa pero de una manera distinta, agenda completa de lugares, de caminatas, de presente, en Buenos Aires tengo más vida social que en cualquier otro lugar del planeta, una agenda repleta de futuros cercanos, de reencuentros que nunca sé si son bienvenidas o despedidas. Y me gusta, por algo me pone tan feliz volver, pero me la paso pensando que cuando llegue a casa voy a sentarme a escribir, voy a cumplir con esas tres horas diarias de escritura que me puse como meta, voy a llenar mis journals y cuadernos, y al final llego y los mails me absorben como el portal de Rick & Morty (¿viste esa serie? Estoy adicta) y en dos minutos me olvido de todas mis promesas y caigo en el triángulo de las bermudas. Me gusta imaginar que existe un universo paralelo en el que escribo todos los días y no hago otra cosa de mi vida que escribir. Pero a la vez, me pregunto, no sé qué tanto podría escribir si no salgo a vivirlo antes. No soy de las que tienen imaginación para inventarse viajes que nunca ocurrieron, como Julio Verne, ni de las que puede crear mundos de ciencia ficción en 350 páginas. ¿O tal vez sí? La verdad es que nunca lo intenté, mi escritura está completamente pegada a mi vida y solo puedo escribir acerca de cosas que me experimenté. ¿Te pasa lo mismo? Creo que sé la respuesta.

“Los escritores viven dos veces”, dice Natalie Goldberg. Viven su vida cotidiana como cualquier persona, pero tienen el mal del acumulador: van captando y juntando detalles para después llegar a la privacidad de su casa y escribir lo que acaban de ver. Peor que una cámara oculta. Leí que Murakami colecciona detalles raros de cada persona que conoce, aunque la vea una sola vez, es capaz de captar algo particular, una mueca distinta, una manera de sostener la taza, un acento irreconocible y lo guarda mentalmente. No lo escribe en un cuaderno —dice que casi no usa cuadernos, qué lujo de cerebro—, sino que lo cataloga en un fichero mental y lo vuelve a sacar cuando lo necesita, quizá cinco o diez años después. Yo si no lo escribo me lo olvido a las dos cuadras, por eso voy siempre con algo de papel en la mochila. Ahora ando con varias cuadernos a la vez, me pasa cada vez que sé que me voy a quedar quieta por un tiempo en un mismo lugar, como si me hubiese quedado el trauma del exilio, de que no puedo tener varias posesiones porque no me van a entrar en la mochila y no las voy a poder llevar al siguiente destino. A Francia me voy a llevar una valija. Por primera vez en mi vida viajera me voy a ir de Buenos Aires con una valija. Necesito llevarme todo eso que me cuesta tanto dejar, trasladar mi escritorio a otro continente, irme con mis rituales cotidianos. Mudar mi persona y todo lo que me define.

Cambié mi misión por la de encontrar sincronicidades (no sé cuál era la anterior: ¿viajar?). Qué te voy a contar a vos, pero me sigue sorprendiendo cómo las cosas se conectan cuando uno presta atención, cuánta magia hay en el día a día. El sábado pasado, L y yo salimos a caminar por la calle Corrientes de noche (le encantan las luces) y vimos a 20 personas agrupadas frente a una vidriera, mirando un televisor desde la calle. Pensé que había algún partido de fútbol y me acerqué para ver quién jugaba —no es que me importara, pero me dio curiosidad—, pero no había deporte. ¿Sabés lo que estaban mirando? El Anthology de los Beatles. 20 personas habían frenado para mirar un concierto de los Beatles en calle Corrientes. Por cosas como estas amo Buenos Aires. Al día siguiente fui a comprar cuadernos a una papelería y cuando pagué la chica leyó mi nombre en la tarjeta y me preguntó de qué origen era. A veces digo “húngaro” y la gente no sabe de qué les hablo (me pasó). Me preguntó si hablaba el idioma, le dije que lo aprendí pero ya me lo olvidé. “Yo quise estudiarlo y todo el mundo me dijo que no me iba a servir para nada y que los húngaros no me iban a tratar bien”, “¿Cómo que no? Yo le dije los colores en húngaro a una húngara y casi salta del mostrador a abrazarme”. Le recomendé el instituto en el que estudié en Budapest y algunas películas en húngaro. A veces me gustaría tener el superpoder de cambiar una vida a través de un detalle banal.

Hoy me reencontré con un amigo ecuatoriano al que no veía hacía 9 años. También podría decir: hoy me reencontré con un amigo que vi una sola vez en la vida (en esta vida) hace 9 años. Le pregunté si había tenido alguna experiencia extransensorial (no sé por qué embellezco el asunto, en realidad le pregunté si había tenido alguna comunicación con muertos, porque es medio brujo). Me contó que hace un tiempo hizo un viaje de ayahuasca y supo que tenía que buscar a una chica que no veía hacía más de 15 años. Intentó localizarla por Facebook pero nadie le daba información, hasta que una conocida en común le preguntó que por qué la buscaba, cuál era su interés. Él le dijo que sentía que tenía que verla. “Murió hace unos meses”, le contestó la chica. Él le preguntó si sabía dónde estaba enterrada y dijo que sí, que podía acompañarlo. Una vez ahí, la chica le contó que habían sido muy buenas amigas pero que se habían dejado de hablar por una pelea tonta y no se había podido despedir. “Despídete ahora, entonces”, le dijo mi amigo. “Eras tú quien tenía que venir a verla, no yo, yo solo fui quien las conectó”, le dijo. ¿Vos crees que hay gente que viene a enseñarnos algo con su muerte, más que con su vida?

Te cuento algo más. Hace un año y medio me salió un bulto en la pera (el mentón). Empezó como una bolita debajo de la piel. La noté una vez que lo abracé a L, choqué el mentón contra su hombro y sentí una puntada de dolor. Con las semanas empezó a crecer: pasó de ser un granito a tener el tamaño de un arroz y, después, de una legumbre. Me hice una radiografía, una resonancia magnética y hasta una ecografía de la pera. Cada médico me daba una explicación distinta (“es un sobrehueso, seguro lo tuviste siempre”, “es una bola de grasa”), pero ninguno tenía certezas. Una consteladora me dijo que era energía contenida que necesitaba sacar. Su receta fue: “Tenés que empezar a dar talleres y a compartir todo eso que tenés adentro. Sino la energía se estanca”. La cirujana no me quería operar sin saber qué era eso, así que entré en un círculo vicioso. Viajé a Japón y el bulto se volvió más grande (al punto que me daba vergüenza mirar a la gente a la cara con ese mentón deforme que parecía saludar en varios idiomas). Ni los médicos japoneses encontraban una explicación. El bulto tenía como ciclos, se agrandaba y se achicaba sin mucha explicación, y no me quedó otra que aprender a convivir con él. Meses después nos fuimos a Biarritz y escribí, por fin, que me había cansado de viajar. ¿Y sabés qué? El bulto no solo desapareció, sino que en su lugar creció un pelo. ¡Un pelo! Todo este tiempo con un pelo encarnado. Lo vi como una metáfora de que algo estaba empezando a brotar. Al final me lo arranqué y por ahora no volvió. Tendría que haberlo pegado en mi cuaderno (?). Se ve que tenía mucho por destrabar.

Te dejo por hoy. Me voy a leer un libro nuevo. Otra vez recuperé esa sensación tan linda y angustiante de “no me va a alcanzar la vida para leer todo lo que quiero leer”. Ni aunque me lea un libro por día. Mañana termino esta carta, me quedó bastante desordenada, pero no quería dejar de mandar aunque sea esto. Por último, oremos: Lynda Barry que estás en mi biblioteca / santificados sean tus libros / no me dejes caer en la muerte creativa / y líbrame de la copia / amén.

Besos,

Ani

{Este post pertenece a la serie “Cartas desde el otro lado del mundo”, un intercambio epistolar que hago con Caro Chavate. Podés leer su respuesta a esta carta en su blog.}