21 de junio de 2017
Biarritz, Francia.

Caro:

No sé por qué me está costando tanto escribir esta carta, si encima el tema de tomar decisiones lo propuse yo. Empecé a escribirte hace más de un mes en Puerto Viejo, Costa Rica, frente a un ventanal que daba a las calles de tierra del pueblo, mientras esperaba a que mis papás llegaran de visita después de nueve meses sin vernos. Cada cinco minutos me levantaba a mirar por la ventana, aunque sabía que faltaban varias horas para que la combi que los traía llegara. Creo que empecé a escribirte ese día porque inconscientemente sabía que tenía la excusa perfecta: llegaron mis papás, no tengo tiempo de terminar, después la sigo. Pero después fue el transatlántico, dieciséis días sin conexión a internet, dieciséis días ideales para escribir cartas mirando el mar, y tampoco pude. Ese barco me revivió algunas crisis que había estado tapando y la angustia no me dejo escribir casi nada.

¿Te conté alguna vez que mis abuelos —y mi mamá— hicieron el mismo cruce en barco pero a la inversa? Ellos se fueron de Europa a América en un buque de carga, huyendo de la Guerra. Dejaron Hungría, se embarcaron en el puerto de Marsella y tres semanas después llegaron a Buenos Aires para empezar de cero. No hablaban el idioma, no sabían nada de Argentina, no conocían a nadie. Al parecer mi abuelo quería refugiarse en Estados Unidos pero no les dieron la visa y se fueron a Argentina. El país los eligió. No sé si es correcto hacer un paralelismo entre su viaje en barco y mi crucero porque ellos dormían en colchonetas en la cubierta y yo tenía un buffet abierto a toda hora, ellos tuvieron que ir separados hombres de mujeres, pasaron por tormentas y enfermedades, y yo podía elegir si pasar el tiempo en el casino, en el bar 360, en la pileta o en el vip. Pero el mar era el mismo y eso me hizo sentirme conectada a ellos.

No sé si leíste a David Foster Wallace. Hay un texto que se llama “Hay algo insoportablemente triste a bordo de un crucero de lujo” que es la versión reducida de un ensayo que se llama “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer ” y es el relato más meticuloso, detallado y desopilante de un viaje en crucero que leí en mi vida. Él tomó ese crucero para hacer un artículo para una revista y observó todo, desde el comportamiento de cada tripulante hasta el ruido succionante del inodoro de su camarote. En una parte del ensayo dice que un crucero despierta cierto instinto suicida en la gente, unas ganas inexplicables de saltar. Subirte a un barco que te lleva a un destino que no conocés y que no elegiste tiene algo de muerte: se muere una parte del yo que perteneció a otro lado, a un lugar al que quizá nunca más va a volver. Mis abuelos nunca volvieron a Hungría. Cuando yo los conocí —a mi abuelo, porque mi abuela murió mucho antes y él se volvió a casar— eran argentinos. Nunca pude ver a mi abuelo húngaro en Hungría, viviendo en Budapest, siendo en Budapest.

No soy buena para citar de memoria, pero si no me equivoco en el libro “Mañana en la batalla piensa en mí” el narrador dice que con cada persona que nos relacionamos somos una versión distinta de nosotros mismos. ¿Ocurrirá lo mismo cuando estamos en países distintos? Yo estoy segura de que la Aniko de Buenos Aires es muy distinta a la Aniko de España y a la de Francia. Acá en Biarritz soy más tímida de lo normal, sobre todo porque no hablo bien el idioma y los franceses me suelen poner un poco incómoda. Soy medio dependiente de L (dependiente idiomática, digamos) y eso no me gusta pero a la vez me resulta fácil. Pero también soy menos miedosa y me siento sola frente al mar a las 12 de la noche porque sé que no pasa nada, que puedo caminar por la ciudad a oscuras, y paso más tiempo al aire libre y escribo diálogos con un delfín imaginario mientras miro las olas (ya te contaré…). En España en cambio soy independiente y decidida, soy mucho más charlatana, entro a cualquier negocio y hablo con la gente, me río con ellos en la calle, voy sola a un bar, quizá me hago un poco la personaje.

—¿Somos camaleones urbanos?—

En Buenos Aires soy la Aniko con más antigüedad, soy amiga del verdulero (a quien nunca le dije que viajo ni que tengo un blog, porque quiero ser solamente la del edificio de enfrente), soy nostálgica y dejo que la ciudad me llene de energía, pero también soy quejosa y me molesta la burocracia y la humedad que hay en verano. En Buenos Aires me la paso viajando en colectivo y escuchando conversaciones ajenas (no es mi culpa que la gente hable tan fuerte de cosas tan personales) y mirando por la ventana y yendo a hacer las compras al chino de la vuelta solo para que la china me diga frases como “estás muy flaquita, más gorda más linda”. Me cuesta dejar Buenos Aires y me cuesta quedarme en Buenos Aires. Hay algo de ella que me tira y a la vez hay algo que me expulsa. ¿Vos sentís eso con Medellín? ¿O es que Buenos Aires es demasiado bipolar? ¿Irse a vivir a otro país implica dejar de ser quien uno es para volver a construirse en otro lado? Si estuviéramos hechas de Legos, ¿creés que al expatriarnos las piezas cambian? ¿O siguen siendo las mismas y solamente hay que volver a encajarlas? ¿Las piezas tienen memoria?

Mis abuelos no eligieron ir a Argentina. Lo repito porque nunca me había puesto a pensar en esto. Mis abuelos eran felices en Hungría y después empezó la guerra y tuvieron que irse. Mi abuelo no pudo ejercer su título de Ingeniero Civil y Arquitecto y mi abuela no pudo seguir con su vocación de actriz y cantante. Imaginate llegar a un país en el que no te permitan ser escritora. De a ratos me siento así. Elijo Francia y a la vez me asusta. Me asusta no saber el idioma, sentir que no estoy ni en preescolar con el francés, que acá no soy alguien que escribe, al menos no en el idioma local. Pero a la vez siento que este lugar tiene mucho de lo que siempre soñé tener a una cuadra, cosas que siempre elegí pero nunca pude tener. Acá elijo el mar, elijo poder caminar sola a las 2 de la mañana, elijo la vida al aire libre, la posibilidad de volver a hacer surf, elijo estar en Europa, estar a un tren o un vuelo barato de distancia de tantas ciudades que me gustan, elijo estas casas de colores, las hortensias, el invierno lluvioso, el verano repleto de gente, lo elijo a L, nos elijo. Y es la primera vez que elijo algo tan importante.

Tomar decisiones nunca fue lo mío. No sé si sabías eso de mí, pero soy una de las personas más indecisas que vas a conocer en tu vida. Me dicen la reina del no sé. Me cuesta elegir hasta la marca de pasta de dientes. Por eso suelo tardar tanto en el supermercado, porque miro todo, hago cuadros comparativos en mi cabeza, analizo las opciones por tamaño/costo/referencias y después termino eligiendo el tubo que tiene el color más lindo. Cuando leía los libros de la colección “Elige tu propia aventura” y llegaba a una de esas páginas donde tenías que decidir cómo querías seguir la historia sabés lo que hacía: elegía una de las dos opciones pero marcaba la página con un dedo para volver atrás, elegir la otra opción y ver qué me había perdido. El problema es que esa bifurcación en el relato aparecía muy seguido entonces en algún momento no me alcanzaban los dedos y tenía que ir deshaciendo un camino con cada vez más elecciones y era difícil volver atrás del todo.

A lo largo de mi vida tomaron un montón de decisiones por mí y a mí nunca me molestó. Siempre fui medio cómoda en ese sentido. Quizá mi decisión más grande, más importante y más independiente fue la de irme de viaje a los 22 años, a ver “qué onda”. Lo que no sabía era que esa era solo una de las tantas decisiones que me esperaban. Viajar es tomar decisiones constantemente: a dónde voy después, hoy dónde duermo, qué quiero comer, doblo por acá o por allá, me quedo en ese hostel o en este. Quizá por eso viajé tantas veces sin rumbo, dejando que la decisión me tomara a mí, que el camino me diera la respuesta. Hace poco leí que hay algo llamado “Decision fatigue”, que ocurre cuando tenemos demasiadas opciones. Pero, sabés, lo opuesto tampoco me gusta. Ese viaje en crucero fue la no-decisión total. Todo estaba hecho, no había que cocinar, ni ir a hacer las compras, ni buscar donde dormir, ni pensar qué hacer después. Todo estaba programado y servido y quizá por eso tuve tanto tiempo de pensar en cosas que de otra manera no hubiese pensado y de angustiarme por cosas que estaban ahí y que no me había animado a sacar antes “porque no tenía tiempo”. Fue como un shock de cruceroterapia. Dicen que las emociones también se heredan y que cargamos muchas cosas que no nos pertenecen. A veces siento que llevo una matrioska de mochilas y que cada vez que me saco una aparece otra adentro, más chica pero más pesada, y que tengo que volver a empezar. Con cada decisión me saco una mochila hasta que un día, quizá, me saque la última.

¿Cuál fue la decisión más importante que tomaste en esta década? ¿Cuál es la que no te animás a tomar? ¿Crees que las decisiones que nos definen son las más grandes o las más cotidianas? Te copio algo que leí en una revista, un fragmento de una entrevista a un filósofo holandés:

“As Danish philosopher Soren Kierkegaard would say, the real choices in life require courage. If you really want to live —to live honestly— you have to dare to make the leap at the important moments. This always goes with fear, an existential fear, because you are embarking on strange territory and you don’t know what that will do to you; you only know that it will do something to you: If you set a different course, you become a different person”.

¿Si me quedo a vivir en Francia seré una persona distinta a la que vivía en Argentina? ¿O seré yo, alineada con mi destino? A los 16 años, mi astróloga me hizo la carta natal y me dijo que me iba a casar con un extranjero, que nos íbamos a ir a vivir cerca del mar y que Francia estaba muy presente en mi vida (en esta y en anteriores). Murió hace 4 años y cada vez que tomé una decisión importante desde ese día hasta hoy, ella se hizo presente de alguna manera. La noche antes de casarme soñé con ella, su cara apareció en un cuadro que tengo encima de mi cama (un cuadro que le pertenecía), me miró y me sonrió. Hace dos días, cuando por fin acepté y dije que me cansé de viajar y que me quiero quedar en Francia para dedicarme a hacer otras cosas, su nombre apareció escrito dos veces en el chat de whatsapp que tengo con mi mamá. Y ella me jura que no fue (ya es la segunda vez que nos pasa).

Esta semana decidí volver a ser feliz y dejar de hacer cosas que no me motivan. También decidí que quiero escribir todos los días, varias horas por día. Veremos si me sale. Ahora mismo no me veo haciendo otra cosa.

Besos,

Ani

PD: mirá la charla TED de Anne Lamott, por favor, y decime que leíste “Bird by bird”.

{Este post pertenece a la serie “Cartas desde el otro lado del mundo”, un intercambio epistolar que hago con Caro Chavate (ella desde Colombia, yo desde Francia). Podés leer su respuesta a esta carta en su blog.}