Llegó a mi vida en avión. Cuando aterrizó en mi cuna teníamos casi el mismo tamaño: yo tenía un año y él tres. Era blanco y de ojos marrones, y su única ropa era una cintita de terciopelo roja y azul atada al cuello. Mi mamá lo había comprado en Schwarz, la mejor juguetería de Nueva York, como recompensa por haberse ido tres semanas de viaje cuando recién empezábamos a conocernos. Quedé a cargo de una niñera alemana, de la que recuerdo sus vestidos de flores y una medalla redonda que le colgaba del cuello, mientras mi mamá estaba de gira con artistas y gente famosa como Monzón y Marta Minujín. En aquella época yo no entendía lo que era viajar ni tampoco entendía que mi mamá pudiese tener una vida que no me incluyera, mucho menos en otro país, pero con esa ausencia temprana ella me enseñó a soportar las separaciones por viajes. Sospecho que veinte años después se dio cuenta y se arrepintió.

Volvió de Estados Unidos con él, tal vez como un pedido encubierto de perdón. Lo dejó en mi cuarto y, a falta de hermanos, enseguida nos volvimos inseparables. No le puse un nombre demasiado original: lo bauticé Osito. Como era suave y mullido me gustaba dormir con él, por su culpa me convertí en una chica que siempre prefirió explorar el mundo a través del tacto y las texturas. En la primera foto que nos sacaron juntos yo tenía dos años y casi tres veces su tamaño. Estábamos en mi cuarto, yo parada en la alfombra, él sentado en una silla a su medida, junto con mis patitos de goma. Estaríamos tomando el té cuando alguien irrumpió en nuestro espacio y nos sacó una foto. Él estaba blanco e impecable, como siempre: mi mamá no me dejaba ensuciarlo. Si lo llevaba a la plaza, Osito nunca tocaba el pasto, la arena ni la tierra. La primera vez que lo metieron en el lavarropas me lo imaginé dando vueltas, desorientado en un mar de jabón, y sufrí.

Cuando cumplí seis años mi papá me contó que mis peluches y muñecas —que en aquel momento serían unos quince o veinte— se despertaban de noche y hacían fiestas en mi cuarto. Desde ese día no pude dormir sin taparme con la sábana hasta la cabeza. A Osito se le habían sumado otros amigos: monitos, perros, leones, delfines y tigres de peluche, Barbies y Ken. Él y Winnie Pooh era mis únicos osos, pero solamente Osito podía dormir en mi cama. El resto vivía de día sobre el acolchado y de noche sobre la biblioteca o la cómoda. Cuando mis papás apagaban la luz yo me aferraba a Osito, me tapaba y trataba de no imaginarme lo que estaba pasando a mi alrededor, pero sentía cómo mis peluches se movían y los escuchaba hablar bajito.

A los doce me surgieron las primeras preguntas existenciales y empecé a cuestionar a mi papá: ¿De qué estamos hechos? ¿Cómo que salimos de la nada? ¿Y qué pasa cuando nos morimos? ¿Y qué va a pasar con el mundo en mil años? En aquel momento no me daba cuenta de que Osito, por el sólo hecho de existir en mi cuarto y en mi vida, también me generaba preguntas de ese tipo: ¿Quién lo había fabricado? ¿Fue hecho en serie o a mano? ¿Habría otros como él? ¿Dónde estarían y con quién? ¿Qué hacía a Osito diferente al resto? ¿De qué estaba hecho? ¿De qué lugar del mundo había salido su algodón? ¿Qué pasaría con él cuando yo muriera? ¿Moriría él algún día? Por más que hubiese cien mil como él, para mí Osito era único e irrepetible, pero los únicos datos certeros que tenía de su vida estaban impresos en una etiqueta al lado de su cola que decía: Gund Inc., 1983. Made in Korea. All new material contents. Polyester, fibers. ¿Por qué nosotros no veníamos con una etiqueta así?

A los quince decidí remodelar mi cuarto. Me parecía demasiado infantil, estaba muy lleno de flores, de peluches, de juguetes. El empapelado era floreado, la cama y mi escritorio tenían las mismas flores dibujadas, la cómoda y la biblioteca estaban pintadas de rosa. Cambiamos el empapelado por un floreado “más adulto”, vendimos el escritorio y compramos uno marrón con vidrio encima, le tapamos las flores a la biblioteca y la pintamos de blanco. Me deshice de todas mis Barbies y de casi todos mis peluches: me quedé con Winnie Pooh —que pasó a vivir entre mis libros— y con Osito —que siguió viviendo en mi cama—. Cuando vino mi primer novio a casa, Osito quedó desplazado a un rincón de la biblioteca.

En el verano pasando de tercero a cuarto año del secundario, ella (una compañera del colegio que supuestamente era mi amiga) me citó en una heladería de Palermo y me dijo que estaba de novia con él (el chico que había sido mi primer amor y de quien me había separado hacía menos de seis meses). Hice de cuenta que no me molestaba: yo estaba saliendo con un chico de veintidós y sentía que había superado la separación. El primer día de clases me senté en el banco de siempre y ella, que el año pasado había sido mi amiga, me ignoró. La vi en ronda con sus amigas y la escuché hablar de lo feliz que era con él. Esa tarde me encerré en mi cuarto, abracé a mi osito blanco y lloré hasta quedarme dormida.

A los veintidós me fui de viaje por nueve meses y me separé de mi familia, de mis amigos, de mi cuarto y de mis cosas por primera vez. Nunca fui de extrañar, así que no sufrí demasiado. Poco antes de irme de Buenos Aires, mi mamá trajo un muñeco muy antiguo a casa: no sé de dónde salió, pero si de chica me tapaba con la sábana hasta la cabeza, con ese muñeco no tenía el valor de dormir en el mismo cuarto. Sus ojos eran demasiado reales. Así que cuando me fui, Osito se mudó con el muñeco al cuarto de mis papás. En Ecuador me hice muy amiga de un chico de Guayaquil y en alguna de nuestras conversaciones, ya ni recuerdo cómo, apareció Osito. ¿De qué habremos estado hablando para que yo lo mencionara? Empezamos a imaginar las historias que estarían viviendo Osito —a quien bautizamos El Oso— y el muñeco —a quien bautizamos Héctor— en mi ausencia. Estábamos convencidos de que tenían una doble vida que mi mamá desconocía.

A los veintitrés volví a Buenos Aires y me fui a vivir sola. Mi cuarto de toda la vida se convirtió en un departamento de dos ambientes y por primera vez pude elegir cómo decorar el espacio que me rodearía. De mi cuarto infantil me llevé mis libros y mi escritorio. Me regalaron una biblioteca más grande y un sommier de dos plazas, para que pudiera acomodar libros y novios con más comodidad. Osito quedó escondido en la biblioteca, frente a mi cama, durante varios años: desde ahí fue testigo de mi vida privada, de mis insomnios, de mis idas y mis vueltas. Durante varios años él me siguió mirando a mí, pero yo me olvidé por completo de su existencia. Hace unos días, varias señales volvieron a llevarme a él.

Estaba leyendo El camino del artista, un libro que ayuda, a través de distintos ejercicios, a que nuestra creatividad fluya con más libertad. Una de las consignas que me proponía el libro era recordar cómo era mi cuarto de la infancia y compararlo con mi cuarto actual. La pregunta clave era: ¿qué elemento de aquel espacio infantil sigue presente en tu vida? Apenas terminé de leer miré hacia mi biblioteca y me choqué con la mirada de Osito: estaba sentado entre libros con la paciencia y tranquilidad de siempre. Su presencia, de repente, me llenó de certezas. Osito es el único nexo tangible con mi infancia, él pasó por todas las etapas de mi vida, conoce todos mis secretos, sobrevivió a todos mis novios, vio y sabe tanto de mí que podría escribir una biografía no autorizada. Lo saqué de mi biblioteca, lo abracé y volví a ponerlo en mi cama. Está más viejito pero sigue siendo él, tan mullido y suave como antes. Tiene la nariz gastada, la cintita del cuello desteñida y el blanco un poco gris, pero sus ojos tienen la profundidad de siempre.

Hoy tengo cinco veces su altura y ahora, mientras escribo, lo tengo sentado en mi falda, como si me tuviese a mí misma de chiquita leyendo estas palabras. Recién hoy me di cuenta, 26 años después de conocerlo, de que es un oso polar. Solamente los osos polares son tan blancos. Volví a mirar su etiqueta y pensé que tal vez no se tomó un avión para llegar a mi vida, sino dos —de Korea a Nueva York, de Nueva York a Buenos Aires— o incluso tres —del Polo a Korea, de Korea a Nueva York, de Nueva York a Buenos Aires—, y concluí que su nacimiento también estuvo marcado por un viaje. Lo que no sé, y supongo que jamás podré responder, es cuántos aviones nos quedan —a él, a mí— por delante.

ani y osito

Este es un texto que escribí en el 2013 para el taller de Pedro Mairal. La consigna era escribir acerca de un objeto.