Desde que salió el sol en Biarritz soy otra. Fueron casi dos meses ininterrumpidos de lluvia, nubes y viento. Hace unos días me desperté con una luz rara que entraba por la ventana: ah, así era despertarse con el sol en la cara. Hace mucho que no me pasaba. Me activé enseguida, y cuando me activo se me da por limpiar. Agarré unos guantes rosas que encontré en la cocina y me puse a fregar las paredes del baño. Teníamos una colonia de hongos viviendo con nosotros y era tiempo de desalojarlos. Hasta acá llegó mi tolerancia a la humedad. Después de limpiar la cocina salí a caminar, algo que no hacía hace bastante.

Fui directo al mar. Me reí sola cuando vi que todo Biarritz estaba en la playa, como si fuese verano. Se ve que estábamos todos esperando el sol. En la costa, frente al casino, pusieron una montaña de arena: estamos en alerta, se esperan olas de siete u ocho metros para estos días. Pero como el mar estaba tranquilo, los nenes usaban la montaña de arena de tobogán y la gente estaba sentada en la costa. Todos con ropa, porque todavía hace frío, menos un señor que iba en slip y con las patas de rana en la mano.

Recién ahora me doy cuenta de cómo me afecta el clima. Siempre dije que uno de mis intereses en los viajes es ver cómo la geografía afecta y moldea a sus habitantes: al final creo que a mí me afecta más que a nadie, porque la gente que vive en cada lugar al menos está acostumbrada.

Después de ese paréntesis de sol siguió lloviendo una semana más.

Ayer, a eso de las tres de la mañana, escuché que cantaba un pajarito. Cantaba como si fuese de madrugada y hubiese luz, nunca lo había escuchado antes. Hoy salió el sol otra vez. Y llovió. Llovió con sol: la transición perfecta entre este invierno que se empieza a ir y la primavera que ya quiere llegar.